En mi retiro agosteño del altiplano granadino, madrugar, ver salir al
correo –un ómnibus que recoge viajeros en los pueblos para la ciudad-, andar
una hora a buen paso, arrearse un café con tostada y aceite y comprar el pan,
es un rito bienhechor para estimular el cuerpo y rearmar el espíritu de cara al
día que empieza a desperezarse.
Andando entre las rastrojeras, el olor a campo alfombrado por el rocío de
la noche es cortesía de la madre naturaleza, que Dios nos da. La tierra exhala
un agradable vaho a humedad. El camino cruza entre olivos de verde fruto,
salpicado por alguna hierba que aroma el ambiente con perfume silvestre. A
veces un reguero de cagarrutas revela el paso de un rebaño ovejuno que ha pasado
la noche al raso. Me acompaña un grato silencio roto por el canturreo de una
bandada de volátiles, no me preguntes orden ni
especie, que cruza de norte a sur en perfecta formación. Van a su aire. Se
alejan piando chácharas canoras; charlas de pájaros, pienso yo. Arriba del
cerro se recorta la torre de la iglesia mientras el sol sienta sus reales en el
horizonte.
Ya en el bar cae algo de charla con éste o con aquel; intercambio de sal y
pimienta para echar el rato mientras se sorbe el café y la tostada, o el
carajillo según costumbre. Luego sigue la espera del pan crujiente que reparte
Andres al vecindario, con propina de dimes y diretes según convenga, que en eso
es maestro. Una de las mañanas el reparto lo hizo Andres hijo, y me despidió
con un “Adiós, buen hombre” que me sonó a gloria. ¡Qué gozo lo de “buen
hombre”, que es dicho de subirse el pavo! No es extraño, porque lo común en
este pueblo es saludar con “Buenos días nos de Dios”, “Vaya usted con Dios”, o “A
la paz de Dios”. Nadie te despacha con un anodino “Hasta luego” o “Chao” o “Bye”
y el muá muá de un beso sosaina por allá y otro por acullá. En la modernidad el nombre de Dios es vano. Hace unos veranos
un chico de Barcelona de 10 años pasó unas semanas con su abuela, Yaya le
llamaba. Al llegar la hora de ir a la cama, tras
un rato a la fresca con los vecinos, la abuela avisaba al mozo para dormir y se
despedía con un “Hasta mañana si Dios
quiere”. Una noche el chico preguntó “Yaya, ¿qué es si Dios quiere?”.
Es posible que algún sabiondo (¿?) erudito dijera del lugar que es la
Andalucía profunda. Desde luego no es Marbella, ni Punta Umbría, ni Mojacar,
por decir algo. Los lugareños aquí viven de sol a sol y faenan en el campo; unos
cobran sus pensiones y otros otras regalías; es tierra de cereales, olivos,
almendros y pronto campo de pistachos. En las fiestas patronales hay disfrute y
diversión; son gentes agradecidas, se conforman con muy poco, tienen coches
desvencijados, pero no les falta el televisor ni una buena lumbre en invierno o
la sombra bienhechora en verano.
Aquí es donde paso varias semanas del verano, deseando que pare el tiempo, en la tranquilidad de un paraje ya
familiar, platicando de lo que se tercie con Ramón, Damián, Cirilo, o con Dorotea,
Lorenza, Emilia, que son nombres comunes, pues abundan más los conocidos por apodos
que por su nombre de pila.
Por estos lares, cuando un pueblo no está de fiesta, está
el vecino. Este tiene por patrón a San Roque que mora todo el año en una ermita
cercana, salvo en las fiestas que se trae a la Iglesia Parroquial. Durante el festejo
se rompe el sosiego habitual con el sonoro chimpúm de una música estridente, común
ya en todas las ferias. Al llegar San Roque el pueblo se pone de gala: Se encalan paredes, se barren las calles, se
riegan macetas, se adorna la plaza, se podan los arboles, se tiran cohetes, se luce
peinado, se bebe, se come y se baila… Al santo patrón se le rinde una nueva
idolatría, se pasea por el pueblo, convertido en ídolo de una gente que sube a
la iglesia solo para acompañarlo, o… cuando hay un muerto, (que es cosa frecuente)
y eso que el cura Don Salva es de los que atraen al personal.
San Roque es uno de los grandes
santos populares que tiene devoción en todo el mundo. Hay muchísimas iglesias y
capillas con una imagen de él por los favores que a lo largo de los siglos ha
concedido en épocas de enfermedades y de peste.
Él mismo se contagió de peste y se marchó a un bosque próximo de la ciudad
donde vivía y fue un perro el que le llevaba cada día un panecillo para
alimentarse.
Para los asiduos al lugar, cuyo
aliciente es el sosiego y la no prisa, las carreteras estrechas sin línea
continua, de curvas cerradas y firme ondulante, son un fielato contra la
afluencia de foráneos. Ya podían los gobernantes gastar unos cuartos en arreglarlas
como Dios manda, aunque si son de la época franquista estarán incursas en lo de
la Memoria Histórica del sagaz Zapatero, y entonces apaga y vámonos. Por la
pinta yo creo que son anteriores.
Un día de estos tropecé con un hombre que no
había visto antes. Nos dimos a conocer mentando nuestros ascendientes. Ahora vive
en Tarragona y había venido para dos semanas. Empezó a hablar de cuando vivía aquí.
De mozuelo
tenía un tirachinas hecho con dos tiras de goma recortadas de una cámara vieja
de coche, un trozo de cuero fuerte y un trozo de rama en forma de Y, con el que
cazaba gorriones o a veces caía un
conejo sin dueño. Le era más fácil atinar que con una escopeta de
perdigones. Ahora, dijo, los muchachos juegan a la guerra con artilugios como
la Playtasion con enemigos imaginarios y feos, y no saben lo que es una liebre
corriendo campo a través que no hay quien la alcance. Como no soltaba la hebra le apremié un poco
y le dije que ya nos veríamos otro día para seguir, y ahí quedamos.
Pasó la fiesta de la Asunción de la
Virgen, la que en nuestros años mozos era la Virgen de Agosto, que era día de
ir a la playa. Por la mañana repicó la campana llamando a Misa y subieron los más
devotos. Refrescó el tiempo y me dije que ya te contaría más cosas.
Cuídate, y deja algunos cuartos de la pensión para que te pagues algo.