lunes, 23 de mayo de 2016

Carta a Robledillo 23 de mayo de 2016.

Estimado Robledillo:

Hay que ver cómo cunden los días cuando a uno le da la prisa, y no lo digo por mí que me sobran horas del día hasta para vaguear, sino por un amigo al que le entraron unos molestos dolores del cólon, o eso decían, y tan arrebatado se puso que cogió el portante y se mudó de barrio. Te lo digo en metáfora por condescendencia a tu estado anímico porque conociendo sus altibajos no te debo dar sofocos de sopetón. Dicho con más fineza: vamos, que le dieron la extremaunción, o como se diga ahora, y se marchó “pa más allá de los cielos” que, aunque no rondaba mucho por la iglesia, hombre de fe sí que era. 

Alguna vez te lo menté. Se llamaba Esteban, pero llamarlo así en el pueblo era usar su nombre en vano, como el de Dios nuestro Señor, pues atendía más por su mote. Vaya, que si a sus vecinos le decías su nombre de pila se encogían de hombros, pero si les decías “el Pintas”, enseguida caían del burro para acto seguido añadir de su cosecha que ¡ya!, el que estaba casado con la Antonia y era padre de Loli, la del Coviran. Si tu memoria no es flaca, con tantas pistas ya habrás caído de quien te hablo. El alias hacía honor al color símil rosáceo de su cara que semejaba un cuadro de arte naif, un brochazo por allí, otro brochazo por allá, como tirando a un arcoíris de tiznajos puestos al tuntún. Has de suponer que la coloración le venía de los bancales donde pasaba las horas de sol a sol mimando las tomateras, los pimientos y las patateras, amén de algunos árboles frutales cuyos apetitosos frutos le servían de ración y media de postre. Con una gorrilla disimulaba la calvicie y se resguardaba de la solanera.

Hice amistad con él en las fiestas del patrón del pueblo porque nos invitaba a su casa a comer la paella popular que el comité de festejos hace en honor del santo. El “Pintas” se dejaba caer con una ensalada de rodajas de un rico tomate recién cogido de su huerta hábilmente aderezado por Antonia con unas gotitas de aceite virgen extra y solo una pizca de sal, por la tensión, que sabía a gloria bendita. Entre el arroz, el  tomate de un kilo, que eso pesaba cada pieza, y una bota de vino chillón pasábamos el rato de amigable charla a la sombra del cortijo, donde él con su voz chillona nunca dejaba de pegar la hebra enlazando dichos e historias ocurrentes, más o menos verídicas, que contaba sin parar. Su interminable locuacidad nos vedaba entrar en la harina del coloquio, pero viendo como disfrutaba con su cháchara, mejor seguir la corriente, sin descuidar el plato de paella, el tomate y unos tragos de la bota.

Una de las veces salió el tema de las matanzas, que hacían allá por diciembre cuando los fríos arreciaban, que es la mejor medicina para curar los jamones colgados de un gancho del techo. Se puso a contar que en la matanza de aquel año, el marrano, como él decía, era de no sé cuantas arrobas, y entre cuatro les costó mucho subirlo a la mesa y amarrarlo. Les dio bastante quehacer hasta que el matarife hizo su faena y el pobre verraco dejó de gruñir. Para que no pareciera exageración lo que decía, cosa que él debió imaginar en los presentes, ni corto ni perezoso se levantó, se ausentó y apareció cargado con un jamón tan enorme, que al soltarlo sobre la mesa por poco la desvencija, pero así quedaba demostrado el relato de la matanza. Y él tan ufano.

En esto Antonia sacó para postre unas ciruelas de la huerta y cambió de conversación.

La última vez ya estaba “tocado” del cólon, pero se mantenía con el mismo desparpajo de siempre y tan locuaz, como si aquello no fuera con él. Pasó el invierno trabajando en la huerta que cuidaba con esmero y en las puertas de la primavera un arrechucho lo dejó fuera de juego. Antonia contó que lo pasó mal en sus últimos días.

Ha dejado la huerta, sus tomates y sus pimientos, pero al otro lado de la frontera seguro encontrará las verdes praderas que canta el Salmo 22

En las fiestas seguirá la paella, Antonia hará la ensalada, pero estaremos huérfanos de su parloteo de ocurrencias, de sus sucedidos más o menos creíbles, de sus muecas divertidas... y de la bota de vino chillón.  O sea, a palo seco.

Ahí te quedas compadre con el recuerdo de este buen amigo.