Hay que
ver cómo cunden los días cuando a uno le da la prisa, y no lo digo por mí que me
sobran horas del día hasta para vaguear, sino por un amigo al que le entraron
unos molestos dolores del cólon, o eso decían, y tan arrebatado se puso que cogió
el portante y se mudó de barrio. Te lo digo en metáfora por condescendencia a
tu estado anímico porque conociendo sus altibajos no te debo dar sofocos de
sopetón. Dicho con más fineza: vamos, que le dieron la extremaunción, o como se
diga ahora, y se marchó “pa más allá de los cielos” que, aunque no rondaba
mucho por la iglesia, hombre de fe sí que era.
Alguna
vez te lo menté. Se llamaba Esteban, pero llamarlo así en el pueblo era usar su
nombre en vano, como el de Dios nuestro Señor, pues atendía más por su mote. Vaya,
que si a sus vecinos le decías su nombre de pila se encogían de hombros, pero
si les decías “el Pintas”, enseguida caían del burro para acto seguido añadir de
su cosecha que ¡ya!, el que estaba casado con la Antonia y era padre de Loli,
la del Coviran. Si tu memoria no es flaca, con tantas pistas ya habrás caído de
quien te hablo. El alias hacía honor al color símil rosáceo de su cara que
semejaba un cuadro de arte naif, un brochazo por allí, otro brochazo por allá, como
tirando a un arcoíris de tiznajos puestos al tuntún. Has de suponer que la
coloración le venía de los bancales donde pasaba las horas de sol a sol mimando
las tomateras, los pimientos y las patateras, amén de algunos árboles frutales
cuyos apetitosos frutos le servían de ración y media de postre. Con una gorrilla
disimulaba la calvicie y se resguardaba de la solanera.
Hice
amistad con él en las fiestas del patrón del pueblo porque nos invitaba a su
casa a comer la paella popular que el comité de festejos hace en honor del
santo. El “Pintas” se dejaba caer con una ensalada de rodajas de un rico tomate
recién cogido de su huerta hábilmente aderezado por Antonia con unas gotitas de
aceite virgen extra y solo una pizca de sal, por la tensión, que sabía a gloria
bendita. Entre el arroz, el tomate de un
kilo, que eso pesaba cada pieza, y una bota de vino chillón pasábamos el rato
de amigable charla a la sombra del cortijo, donde él con su voz chillona nunca
dejaba de pegar la hebra enlazando dichos e historias ocurrentes, más o menos
verídicas, que contaba sin parar. Su interminable locuacidad nos vedaba entrar
en la harina del coloquio, pero viendo como disfrutaba con su cháchara, mejor
seguir la corriente, sin descuidar el plato de paella, el tomate y unos tragos
de la bota.
Una de
las veces salió el tema de las matanzas, que hacían allá por diciembre cuando
los fríos arreciaban, que es la mejor medicina para curar los jamones colgados
de un gancho del techo. Se puso a contar que en la matanza de aquel año, el
marrano, como él decía, era de no sé cuantas arrobas, y entre cuatro les costó
mucho subirlo a la mesa y amarrarlo. Les dio bastante quehacer hasta que el
matarife hizo su faena y el pobre verraco dejó de gruñir. Para que no pareciera
exageración lo que decía, cosa que él debió imaginar en los presentes, ni corto
ni perezoso se levantó, se ausentó y apareció cargado con un jamón tan enorme,
que al soltarlo sobre la mesa por poco la desvencija, pero así quedaba
demostrado el relato de la matanza. Y él tan ufano.
En esto
Antonia sacó para postre unas ciruelas de la huerta y cambió de conversación.
La
última vez ya estaba “tocado” del cólon, pero se mantenía con el mismo
desparpajo de siempre y tan locuaz, como si aquello no fuera con él. Pasó el
invierno trabajando en la huerta que cuidaba con esmero y en las puertas de la
primavera un arrechucho lo dejó fuera de juego. Antonia contó que lo pasó mal
en sus últimos días.
Ha
dejado la huerta, sus tomates y sus pimientos, pero al otro lado de la frontera
seguro encontrará las verdes praderas que canta el Salmo 22
En las
fiestas seguirá la paella, Antonia hará la ensalada, pero estaremos huérfanos
de su parloteo de ocurrencias, de sus sucedidos más o menos creíbles, de sus
muecas divertidas... y de la bota de vino chillón. O sea, a palo seco.
Ahí te
quedas compadre con el recuerdo de este buen amigo.