Se fue el verano con sus aires y
calores; luego nos dejó un otoño tórrido, vaya con Dios, sin gota de agua, y ha
llegado el invierno con vientos fríos y desabridos alejando la lluvia que fecunda
los campos y arrimando el ascua a las candelas. Que haya esperanza.
Hemos despedido la Navidad, el
Año Nuevo y los Reyes Magos, estos últimos convertidos en mayúscula patochada
por la gracia y el salero (sic) que derrochan a espuertas los politiquillos de
turno, maestros de la vulgaridad más hortera, por lo que se ve. (Son más
rancios que el tocino que le ponía mi abuela al puchero en los años 40 del
siglo XX).
Mi hoja de ruta –según el
lenguaje al uso- apenas ha cambiado. Ni he traspasado una línea roja –sigo con
la nueva sintaxis- ni uso el móvil en las comidas por ser plato de mala
convivencia. Antes comíamos con un trozo de pan en la mano izquierda y la
cuchara en la derecha; ahora te alimentas con el móvil y una buena ración de Wifi,
sin hablar ni mu para no perder el hilo del whatsapp con el colega de turno y
ayuda a la buena digestión. Los otros hacen lo mismo y, lo más, se despiden con
un ¡Chao! sin alzar la vista del móvil.
Los domingos por la mañana compro
el periódico y desayuno churros en el mismo sitio de hace años. Aparece Oscar
vendiendo los cupones y me saca un par de euros y un poco de conversación de
esto y aquello. Luego a Misa, donde me espera el compañero de banco, también de
mi quinta más o menos; no sé cómo se llama, pero no falta el saludo al llegar o
al despedirnos como si nos conociéramos de toda la vida.
Los Reyes Magos de verdad, no los
ridículos que han urdido ciertos políticos, me han traído libros, así que estoy
subido de tono por mor de lecturas de gentes sabidas y, como “todo se pega
menos la hermosura” que dice el refrán, voy a ver si se me envicia un poco el
intelecto y aprendo ideas bien dichas, para solaz del espíritu.
Por el
contrario, veía la otra noche una comedia sobre una boda a la americana. Más
que boda era un enredo familiar con menos chicha que las lentejas del mesón,
donde un marido bígamo casaba a un hijo adoptado con una moza de padres con aires
de gran dispendio pero sin un centavo de dólar en el bolsillo. No faltaba
ningún ingrediente de los nuevos tiempos: líos de alcoba, amor adulterado,
fingimientos de ocasión, con novios de quita y pon. Eso sí, con ágape
ecológico, ¡cómo no! que es religión de nuevo cuño.
Porque habrás visto que lo
ecológico ya está en todas las salsas: en los coches, en el ambiente, en la
ropa, en las comidas, en las bebidas. Ya hay productos ecológicos con sitio
reservado en los estantes del supermercado, rotulados en verde y oro, idolatrados
para engullir sin quebrantos de conciencia, alejados de los tomates rojizos, de
las galletas maría, de la cerveza común, de la leche natural, de los huevos de
corral, no sea que los infecten con los mejunjes de sus abonos. Con la de cuencos
de leche de cabra que nos bebíamos recién ordeñada o la de tortillas de huevos de
nuestras cenas o la pipirrana de pimiento, tomate y pepino del bancal para
sopar el pan, cuando éramos zangones, sin tanta etiqueta empalagosa y por aquí
andamos, -achaque va, achaque viene-, con los mismos ardores de entonces que,
ahora digo yo, también serán ecológicos.
Un día me topé con un cartel que
anunciaba comida orgánica y ética. Mientras oteaba la lectura me dije si
aquello no sería un manjar de órganos vírgenes y sin pecado, es decir comida sin
atentar a la moral y a las buenas costumbres. Avivé el paso sin entender lo que
leía y solo alcancé a pensar en una de tantas sandeces que nos cuelan los
majaderos de turno para hacernos comulgar con ruedas de molino, éticas. Te
habrás percatado de la cantidad de programas de cocina de los llamados máster chef,
que diseñan –no dicen cocinan que es antiguo- platos con la más alta cursilería
que vieron los siglos, compuestos con exiguas dosis de alcachofitas,
merlucitas, jamoncitos, huevitos, pepinitos, todo en ito, donde es difícil
encontrar donde rebañar la manduca, por lo enana que aparece.
Eso y la moda en el vestir es
arte del buen progresista, que ha adoptado la camisa blanca como uniforme oficial.
A donde quiera que vayas no veras ya una corbata y tampoco una chaqueta; lo que
mola es ir en mangas de camisa con los faldones fuera, que será para taparse
remiendos de la bragueta. A otros les ha dado por la camisa oscura permanente con
pinta de no haber visto el detergente, que Dios sabe a qué olerá. Si a ese
desaliño le añades una barba de dos días ya tienes el prototipo de personaje
moderno y progre que campa por estos mundos.
Menos mal que tu estas curado de
espanto y que en el pueblo todo tiene un tono más sencillo de lo que se ve por
estos lares con tanto arabesco y tanta incuria.
Para acabar en paz mejor no te
miento la política que, por lo retorcida que está, te diré lo del refrán: Quien
anda mal acaba.