sábado, 10 de diciembre de 2016

Carta a Robledillo 10 de diciembre de 2016.

Estimado Robledillo:

Aunque seas hombre de pocas letras,  pero sí de muchas luces, bien sabes que Navidad significa nacimiento y que así llamamos al del Niño Jesús que los cristianos celebramos el 25 de diciembre, aunque no es seguro que el parto de Belén se produjera en esa fecha.

Fuese cual fuese el día del alumbramiento que hace más de dos mil años se convirtió en cuna de nuestra civilización, hoy la postmodernidad le resta valor porque a las cosas de religión y del espíritu se las tiene por creencias anacrónicas en estos tiempos del relativismo y progresismo que nos venden y compramos enlatados sin fecha de caducidad.
 
Verás que hoy nadie liga la Navidad a un hecho que cambió la ética y la moral del mundo, el embrión del cristianismo; ahora se asocia la Navidad al culto individualista del buen comer y del buen regalar: al consumo desmesurado sin ton ni son. Antes se hablaba de estrellas en el cielo, del portal de Belén, de los Magos de Oriente, de villancicos,  de polvorones, de la cena familiar de Noche Buena, como símbolos del bienestar espiritual de la humanidad. La nueva era, la de la tecnología, se ha sacudido el meollo de la fiesta y se agarra a lo inane, a lo superficial. Es la era de ir de tiendas. La era de disfrutar del momento mágico con una señora estupenda que anuncia el aroma de una colonia; de la gula excesiva con salmón noruego y vino bodeguero de una cosecha de marca; de la glotonería a espuertas con bombones de variados gustos; del ambiente de fiesta a deshora hasta ver amanecer. Todo bajo el pálido ornato de unas risas de diseño que disimulan la vaciedad de las horas. ¿Y el espíritu?

Para los que creemos, el misterio de la Navidad no ha quedado para el baúl de la ropa usada envuelta en naftalina; para los que creemos será siempre el escaparate que hace siglos un tal Miqueas con oficio de profeta rural anunció que la justicia de Dios actuaría contra la maldad e injusticia con la llegada de un futuro rey mesiánico y señaló a Belén como punto de su nacimiento.
“Y tú, Belén, Efrata,
la más pequeña entre las familias de Judá,
de ti saldrá el que ha de reinar en Israel…”
(Miq. 5,1)
Belén estaba predestinada a ser cuna del Mesías. Belén es sinónimo de Natividad o Nacimiento de Jesús. Una fiesta cristiana que desde entonces viene siendo y será una fiesta íntima que se vive con la alegría que brota de poner a Dios en el centro de nuestra vida.
 
Antes del punto final de esta carta vaya mi deseo de que goces de la Navidad, no deslumbrado con luces de neón y florecillas de hoja caduca, sino con el colorido de la presencia de un Niño que llega cargado de ilusiones que no se marchitan.

 FELIZ NAVIDAD.

lunes, 23 de mayo de 2016

Carta a Robledillo 23 de mayo de 2016.

Estimado Robledillo:

Hay que ver cómo cunden los días cuando a uno le da la prisa, y no lo digo por mí que me sobran horas del día hasta para vaguear, sino por un amigo al que le entraron unos molestos dolores del cólon, o eso decían, y tan arrebatado se puso que cogió el portante y se mudó de barrio. Te lo digo en metáfora por condescendencia a tu estado anímico porque conociendo sus altibajos no te debo dar sofocos de sopetón. Dicho con más fineza: vamos, que le dieron la extremaunción, o como se diga ahora, y se marchó “pa más allá de los cielos” que, aunque no rondaba mucho por la iglesia, hombre de fe sí que era. 

Alguna vez te lo menté. Se llamaba Esteban, pero llamarlo así en el pueblo era usar su nombre en vano, como el de Dios nuestro Señor, pues atendía más por su mote. Vaya, que si a sus vecinos le decías su nombre de pila se encogían de hombros, pero si les decías “el Pintas”, enseguida caían del burro para acto seguido añadir de su cosecha que ¡ya!, el que estaba casado con la Antonia y era padre de Loli, la del Coviran. Si tu memoria no es flaca, con tantas pistas ya habrás caído de quien te hablo. El alias hacía honor al color símil rosáceo de su cara que semejaba un cuadro de arte naif, un brochazo por allí, otro brochazo por allá, como tirando a un arcoíris de tiznajos puestos al tuntún. Has de suponer que la coloración le venía de los bancales donde pasaba las horas de sol a sol mimando las tomateras, los pimientos y las patateras, amén de algunos árboles frutales cuyos apetitosos frutos le servían de ración y media de postre. Con una gorrilla disimulaba la calvicie y se resguardaba de la solanera.

Hice amistad con él en las fiestas del patrón del pueblo porque nos invitaba a su casa a comer la paella popular que el comité de festejos hace en honor del santo. El “Pintas” se dejaba caer con una ensalada de rodajas de un rico tomate recién cogido de su huerta hábilmente aderezado por Antonia con unas gotitas de aceite virgen extra y solo una pizca de sal, por la tensión, que sabía a gloria bendita. Entre el arroz, el  tomate de un kilo, que eso pesaba cada pieza, y una bota de vino chillón pasábamos el rato de amigable charla a la sombra del cortijo, donde él con su voz chillona nunca dejaba de pegar la hebra enlazando dichos e historias ocurrentes, más o menos verídicas, que contaba sin parar. Su interminable locuacidad nos vedaba entrar en la harina del coloquio, pero viendo como disfrutaba con su cháchara, mejor seguir la corriente, sin descuidar el plato de paella, el tomate y unos tragos de la bota.

Una de las veces salió el tema de las matanzas, que hacían allá por diciembre cuando los fríos arreciaban, que es la mejor medicina para curar los jamones colgados de un gancho del techo. Se puso a contar que en la matanza de aquel año, el marrano, como él decía, era de no sé cuantas arrobas, y entre cuatro les costó mucho subirlo a la mesa y amarrarlo. Les dio bastante quehacer hasta que el matarife hizo su faena y el pobre verraco dejó de gruñir. Para que no pareciera exageración lo que decía, cosa que él debió imaginar en los presentes, ni corto ni perezoso se levantó, se ausentó y apareció cargado con un jamón tan enorme, que al soltarlo sobre la mesa por poco la desvencija, pero así quedaba demostrado el relato de la matanza. Y él tan ufano.

En esto Antonia sacó para postre unas ciruelas de la huerta y cambió de conversación.

La última vez ya estaba “tocado” del cólon, pero se mantenía con el mismo desparpajo de siempre y tan locuaz, como si aquello no fuera con él. Pasó el invierno trabajando en la huerta que cuidaba con esmero y en las puertas de la primavera un arrechucho lo dejó fuera de juego. Antonia contó que lo pasó mal en sus últimos días.

Ha dejado la huerta, sus tomates y sus pimientos, pero al otro lado de la frontera seguro encontrará las verdes praderas que canta el Salmo 22

En las fiestas seguirá la paella, Antonia hará la ensalada, pero estaremos huérfanos de su parloteo de ocurrencias, de sus sucedidos más o menos creíbles, de sus muecas divertidas... y de la bota de vino chillón.  O sea, a palo seco.

Ahí te quedas compadre con el recuerdo de este buen amigo.

sábado, 9 de enero de 2016

Carta a Robledillo 9 de enero de 2016.

Estimado Robledillo:

Se fue el verano con sus aires y calores; luego nos dejó un otoño tórrido, vaya con Dios, sin gota de agua, y ha llegado el invierno con vientos fríos y desabridos alejando la lluvia que fecunda los campos y arrimando el ascua a las candelas. Que haya esperanza.

Hemos despedido la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes Magos, estos últimos convertidos en mayúscula patochada por la gracia y el salero (sic) que derrochan a espuertas los politiquillos de turno, maestros de la vulgaridad más hortera, por lo que se ve. (Son más rancios que el tocino que le ponía mi abuela al puchero en los años 40 del siglo XX).

Mi hoja de ruta –según el lenguaje al uso- apenas ha cambiado. Ni he traspasado una línea roja –sigo con la nueva sintaxis- ni uso el móvil en las comidas por ser plato de mala convivencia. Antes comíamos con un trozo de pan en la mano izquierda y la cuchara en la derecha; ahora te alimentas con el móvil y una buena ración de Wifi, sin hablar ni mu para no perder el hilo del whatsapp con el colega de turno y ayuda a la buena digestión. Los otros hacen lo mismo y, lo más, se despiden con un ¡Chao! sin alzar la vista del móvil.

Los domingos por la mañana compro el periódico y desayuno churros en el mismo sitio de hace años. Aparece Oscar vendiendo los cupones y me saca un par de euros y un poco de conversación de esto y aquello. Luego a Misa, donde me espera el compañero de banco, también de mi quinta más o menos; no sé cómo se llama, pero no falta el saludo al llegar o al despedirnos como si nos conociéramos de toda la vida.   

Los Reyes Magos de verdad, no los ridículos que han urdido ciertos políticos, me han traído libros, así que estoy subido de tono por mor de lecturas de gentes sabidas y, como “todo se pega menos la hermosura” que dice el refrán, voy a ver si se me envicia un poco el intelecto y aprendo ideas bien dichas, para solaz del espíritu.

Por el contrario, veía la otra noche una comedia sobre una boda a la americana. Más que boda era un enredo familiar con menos chicha que las lentejas del mesón, donde un marido bígamo casaba a un hijo adoptado con una moza de padres con aires de gran dispendio pero sin un centavo de dólar en el bolsillo. No faltaba ningún ingrediente de los nuevos tiempos: líos de alcoba, amor adulterado, fingimientos de ocasión, con novios de quita y pon. Eso sí, con ágape ecológico, ¡cómo no! que es religión de nuevo cuño.  

Porque habrás visto que lo ecológico ya está en todas las salsas: en los coches, en el ambiente, en la ropa, en las comidas, en las bebidas. Ya hay productos ecológicos con sitio reservado en los estantes del supermercado, rotulados en verde y oro, idolatrados para engullir sin quebrantos de conciencia, alejados de los tomates rojizos, de las galletas maría, de la cerveza común, de la leche natural, de los huevos de corral, no sea que los infecten con los mejunjes de sus abonos. Con la de cuencos de leche de cabra que nos bebíamos recién ordeñada o la de tortillas de huevos de nuestras cenas o la pipirrana de pimiento, tomate y pepino del bancal para sopar el pan, cuando éramos zangones, sin tanta etiqueta empalagosa y por aquí andamos, -achaque va, achaque viene-, con los mismos ardores de entonces que, ahora digo yo, también serán ecológicos.

Un día me topé con un cartel que anunciaba comida orgánica y ética. Mientras oteaba la lectura me dije si aquello no sería un manjar de órganos vírgenes y sin pecado, es decir comida sin atentar a la moral y a las buenas costumbres. Avivé el paso sin entender lo que leía y solo alcancé a pensar en una de tantas sandeces que nos cuelan los majaderos de turno para hacernos comulgar con ruedas de molino, éticas. Te habrás percatado de la cantidad de programas de cocina de los llamados máster chef, que diseñan –no dicen cocinan que es antiguo- platos con la más alta cursilería que vieron los siglos, compuestos con exiguas dosis de alcachofitas, merlucitas, jamoncitos, huevitos, pepinitos, todo en ito, donde es difícil encontrar donde rebañar la manduca, por lo enana que aparece.

Eso y la moda en el vestir es arte del buen progresista, que ha adoptado la camisa blanca como uniforme oficial. A donde quiera que vayas no veras ya una corbata y tampoco una chaqueta; lo que mola es ir en mangas de camisa con los faldones fuera, que será para taparse remiendos de la bragueta. A otros les ha dado por la camisa oscura permanente con pinta de no haber visto el detergente, que Dios sabe a qué olerá. Si a ese desaliño le añades una barba de dos días ya tienes el prototipo de personaje moderno y progre que campa por estos mundos.

Menos mal que tu estas curado de espanto y que en el pueblo todo tiene un tono más sencillo de lo que se ve por estos lares con tanto arabesco y tanta incuria.  

Para acabar en paz mejor no te miento la política que, por lo retorcida que está, te diré lo del refrán: Quien anda mal acaba.