A la vuelta del veraneo fui
al Centro de Salud donde estoy abonado cada mes para que mi enfermera, Luz
Divina, saque una gota de sangre de mi dedo para controlar el INR que es el
índice que los profanos llamamos el Sintrom.
En la espera, siempre corta,
leí algún aviso de recomendaciones. En uno decía “Si desea saber su nivel de
monóxido de carbono (CO) pregunte en admisión”, pero el más gracioso ponía:
“Taller ola de calor”, con un dibujo del sol y el sitio donde hacer el taller,
gratuito faltaría más.
Después del pinchazo de
Luz Divina y ver que “todo sigue igual”, volvía a casa pensando lo mal que se
redacta ahora, y el neo-significado que se da a algunas palabras. He estado
tentado de preguntar en admisión por mi nivel de CO seguro de que el
funcionario me enviaría a otro sitio para alguna prueba, sin atender la
literalidad del texto del aviso.
El nuevo uso del vocablo ´taller´
es de la modernidad y por tanto no apto para carcas como yo, que lo asocio a un
sitio donde se hacen trabajos con mano de obra. Será que desde pequeño conocí
el taller donde mi padre trabajaba con otros mecánicos reparando coches, y más
tarde el de mi suegro, que era de carpintería, donde él y sus operarios,
arreglaban o fabricaban sillas, mesas, camas, etc. Aquello eran talleres, mecánico
en un caso y de carpintería en el otro, y no eso de “Taller ola de calor”
que será para explicar cómo ir por la sombra, digo yo, y luego justificar en
qué se gastan los cuartos.
Ahora lo moderno es “hacer talleres” para todo. Lo
mismo se aplica a los parvulillos que hacen talleres de pintarrajear papeles en
blanco o a los jubilados que, para llevarlos al museo, pasan antes por un
taller museístico que es lo didáctico. En lo de cambiar el lenguaje somos
maestros. Hay quien inventa un oficio como el de “Paseador de perros” que leí
en un anuncio de uno que buscaba trabajo -no diplomado pero si con experiencia-,
o el de guisantera, en vez de guisandera, que le oí a una mujer que hacía la
comida a una familia que la contrataba en el verano. O sea que les guisaba.
Los políticos que, salvo excepciones, destrozan el
arte de hablar bien, deben tener un asesor de “Hacedor de frases”, flojo de
sesera a juzgar por cómo junta cuatro palabras inanes para decir la chorrada
más gorda que el oponente. No hay fin de semana –el finde- que no salgan en su
púlpito moderno, la tele, para soltar algún engendro merecedor de encerrar al
autor en la Cárcel de Papel, aquella sección tan divertida de la Codorniz de otros
tiempos. Un sábado uno dijo algo de “Ordinalidad” y a otro de
“Territorializar”, y todavía no sé qué querían decir.
A otro político le oí decir que el objetivo era “Reducir la emisión de CO2 para el transporte en un 60% en
2050 frente a una aumentación de movilidad” en una charla sobre los corredores
ferroviarios de Andalucía. Pudo decir aumento de la movilidad, pero usó el
término aumentación, más vistoso. No faltó la manida frase de que el corredor
será “motor de desarrollo y empleo”.
Cuando oí la primera vez lo de finde, recordé que
una vez mi padre me contó que los ingleses no trabajaban los sábados por la
tarde y eso lo llamaban “semana inglesa”. El tiempo trajo la “semana inglesa” a
España, que la convirtió en “española”, o sea no trabajar en la mañana del
sábado, luego amplió a la tarde del viernes, y hoy casi nadie trabaja el
viernes completo. Por eso los hoteles idearon lo de “escapada de finde” y
“perderse”, una jerga que ilusiona a los de las grandes ciudades, creídos de
que huyen para cambiar el chip, otra modernidad, del trajín semanal, cuando no
pueden vivir sin el móvil. Pero en España hemos ido más allá. Del finde hemos
pasado al “puente” o al “acueducto”, caprichos del almanaque, que hay meses que
no se da un palo al agua.
Termino, que me estoy alargando mucho, con la
jerigonza de los políticos. Leí en un periódico que a una persona premiada en
un certamen de novela de la Diputación de Jaén, lo desposeían del premio porque
“su novela atentaba contra los principios de igualdad de género”. El premiado
puso una demanda judicial contra esa Diputación y se lo advirtió con un mensaje
que decía “veamos si la justicia piensa como ustedes y pretende parametrizar
políticamente la literatura”. Leí eso varias veces haciéndome cruces, como
dicen en mi pueblo, pensado si quiso decir que no se puede manipular la
literatura al antojo de los políticos, y ahí me quedé. Hay quien asegura que en
España no cabe un tonto más. Yo añado que hay ignorantes a granel, como al que
le preguntaron qué es la hipotenusa y no sabía. ¿Y los catetos?, y dijo que si
eran los de Lepe. Habría oído chistes de leperos que hay que ver lo que les ha
caído.
Queda con Dios.
Estimado Sr.:
ResponderEliminarAndo con un regomello que no me deja vivir y es por eso que le mando la presente al objeto de aclarar lo que yo presumo un desconcierto por su parte.
Con fecha 13.11.13 remitió usté carta a un su amigo Robledillo, y pienso yo que, por el tiempo transcurrido y la falta de respuesta, andará usté con la petera de si el tal Robledillo no andará escacharrao por alguna dolama, tabardillo o mal aire que le pueda haber dado. Nada más lejos. Lo que ocurre es que la susodicha, y por razones que sólo el azar podría aclararnos –y nunca fue el azar amigo de dar muchas explicaciones–, vino a caer en mis manos pecadoras, que entre dimes y diretes, que si pitos que si flautas, cuando quise darme cuenta el sobre estaba violado y el contenido devorado por estos ojos míos que se ha de comer la tierra.
Después, como natural y oportuno le es al caso, vinieron los diálogos conmigo mismo –que usté disimule, pero es la mejor manera de dialogar– sobre la ética y la estética del asunto, algo que, he de reconocer, tampoco es que me creara excesivos calentamientos de cabeza, llegando a la conclusión de que las cosas pasan porque tienen que pasar; que vamos a lo que vamos, y que a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.
Pero, ya le digo, con el paso de los días el regomello ha ido haciendo mella en mí y ya es una pesaumbre y un sinvivir que no me dejan ni a pie ni a pata. Y aquí me tiene, como en aquel famoso caso de Santiago y Juan Antonio Marín, descargando mi conciencia pecadora, con el deseo de reparar, en lo posible, los daños que pudieran haber causado mi floja moral y débil mollera, y conseguir, de esta guisa y a partir de ahora, dormir a pata suelta como un bendito.
De su carta, que como nacida de la relación con su amigo y confidente es personal e intransferible –que diría aquel paisano de la Aljambra–, nada he de decir, pues sólo en aras al “sagrado golismeo” que en los pueblos sustituye a gacetas, periódicos y telediarios –con manifiesto provecho para ellos, es decir, para los pueblos, y esto a pesar de que mi buen amigo Pelayo Gallego, siempre presto para la hipérbole, asegurara, eso sí, cuando a él le convenía, claro, que el pueblo más pequeño tenía que ser como Madrid– se puede dar el sucedido ya relatado.
Aunque no me resisto a comentarle un asuntillo que en la suya aparece y que no he podido por menos que sonreír al ver su docta opinión –yo sé que usté es un hombre estudiao– en consonancia con la mía, como ya ocurriera en aquella bajada de La Pequeñica entre un devoto y el mentado Pelayo, y que no refiero porque me parece que estamos llegando a Quintanar de la Orden y veo que me estoy extendiendo más de lo que la buena crianza aconseja.
Me estoy refiriendo a aquella nefasta moda de “miembros/as”, refugio de politiquillos y cátedra de ineptos. Gracias a Dios, tal despropósito va perdiendo “actualidad” y se podría decir, con mi compadre del alma, que sólo “cuatro tontos” perseveran –con la tozudez del posible carguico en lontananza y la firmeza que da la inopia– en tan estrambótico disparate.
Ruego una vez más perdone mi pecadillo “golismeril”, huérfano de malicia, la verdad, y usté disimule esta última disquisición, que no acabo de entender a santo de qué viene, pero que ha venido y a su indulgencia encomiendo.
Un saludo del que es s. s. s., Antonio, el menor del Ramblas.
Estimado Antonio M. Ramblas:
ResponderEliminarDisculpe la extraña M. que servidor ha intercalado en su identidad, salida de mis meninges por mor de la firma de su carta del 26 de abril. Al leer “Antonio, el menor del Ramblas” pensé que sería rutina de su terruño ser conocido por su ascendiente como el caso que me contaba un antepasado para precisar la raigambre de un vecino. Mi pariente aseguraba a otro menos “espabilao” que “Fulano es gente de iglesia”, a lo que el corto de seso gruñó, “¿Qué?” y el primero aclaró “Si hombre, es vecino del primo hermano del sacristán”.
Por si acaso no es el caso, y no caer en descortesía o meterme en camisa de once varas, asigné a la letra un apellido ignoto para ser fiel a la costumbre de usar nombre y dos apellidos como está mandado que, por quedar americanizado, prometo enmendar la plana tan pronto como tenga usted la bondad de corregirme, si ha lugar.
Pero a lo que iba. Le escribo para hacerle saber que está usted perdonado del “golismeo” confesado, pues un simple monaguillo de segunda como yo no debe ser más papista que el Papa. Así que deseo que le mengüe el regomello y aquí paz y después gloria.
En unos días escribiré a mi amigo Robledillo para apaciguar sus cuitas y darle cuenta del suceso, que el hombre estará en un sin vivir pensando que lo tengo olvidado.
Queda su atento servidor, que lo es.