Estimado
Robledillo:
Alguna
vez te habré contado los viajes que hice de soltero desde Sevilla a nuestro
pueblo allá por los años 60 del siglo pasado, cuando empecé a trabajar en la
que hoy es la capital de Andalucía. Me refiero a los viajes por carretera que
era lo más normal.
De
Sevilla partía la N-334 de dos carriles tipo Redia, asfaltada, escasamente
señalizada, con largas rectas en los tramos de El Arahal o Hernán Valle, o con
curvas por Gor y Gorafe en la provincia de Granada, que obligaban a ir muy atentos
al volante. En Antequera se convertía en la N-342, sería por razones
“ministeriales”, hasta Puerto Lumbreras, ya en la provincia de Murcia, donde “moría”
y enlazaba con la N-340 de Cádiz a Barcelona. Antes, al llegar a Baza, se tomaba
la comarcal 323, con muchos kilómetros con piso de tierra, que corría, y corre,
hermanada con el rio Almanzora hasta el pueblo.
No
había limitación de velocidad ni mucho tráfico, y era obligado tocar la bocina
en curvas y cambios de rasante. La carretera atravesaba los pueblos, el viaje
podía durar seis a ocho horas con paradas en las ventas del camino para tomar
un tentempié y paliar la fatiga de la conducción.
¡Cómo
ha cambiado esta ruta en 25 años! La carretera de antaño es ahora una autovía hecha
con fondos europeos bautizada como A-92 que compete a la Junta de Andalucía, antes
era del Ministerio de Obras Publicas, y que en muchos tramos -no en todos- permite
ir a altas velocidades con la seguridad de los modernos autos actuales.
Uno
de mis primeros viajes fue en julio de 1966. Se casaban quienes luego serían
mis cuñados y era la excusa para ir al pueblo y pasar unas horas con mi novia. Localicé
a un paisano que trabajaba en Sevilla y acordamos alquilar un coche para llegar
a tiempo de la boda. Salimos de Sevilla a las tres de la tarde del día anterior
en un Seat 600. No te cuento el fuego que caía a plomo sobre el coche que, sin aire
acondicionado y las ventanillas abiertas, era un infierno con ruedas. Menuda
canícula soportamos bajo un sol ardiente que debía tener ansias de captura a
los dos ingenuos viajeros por cómo se enconó con nosotros. Ni siquiera una mala
sombra se apiadó.
En
Osuna hicimos la primera parada para un café. Mi amigo se había sacado
el carnet de conducir recientemente e insinuó que le apetecía conducir un rato.
Dicho y hecho: puso manos al volante y tan pronto echó a andar me percaté de su
condición de novato, que no siendo yo un experto conductor, ya llevaba unos
cientos de kilómetros recorridos. A poco de salir de Osuna la carretera
enfilaba una recta en ligera pendiente que favorecía la velocidad. Mi amigo,
aferrado al volante, daba señal inequívoca de no dominar la conducción. Cerca
de Aguadulce se presentó una curva a la derecha con dos quitamiedos de piedra colocados
a los lados de la vía para impedir que los coches cayesen al pequeño arroyo que
atravesaba bajo la carretera. Íbamos demasiado de prisa y el inexperto
conductor perdió el control: ni frenó lo suficiente ni giró el volante; el Seat
siguió a su aire, cayó por el terraplén, se paró frenado por unos matorrales y
quedó inclinado hacia la izquierda. Para impedir que se volcara abrimos la
puerta del lado izquierdo e hiciera de apoyo llegado el caso; el amigo se bajó
y yo me quedé de contrapeso en el lado derecho. Hubo suerte, no chocamos con el
quitamiedos y salimos ilesos salvo un pequeño golpe en la rodilla.
A unos doscientos metros faenaba en el
campo una cuadrilla de hombres y mujeres segando el trigo bajo un sol de
justicia que corrieron en nuestro auxilio. Se cubrían con sombreros de paja y
ropas claras de los rigores del sol; llegaron asustados temiendo lo peor. Como los
desplazamientos eran pocos, un accidente tenía gran importancia, no como ahora que
ha pasado a ser una estadística. En un momento se esfumó el viaje, la boda, la
novia, y, lo más preocupante, qué diríamos a la familia si no aparecíamos.
Empezamos a dominar la situación.
Revisé el Seat, sobre todo el motor y la rueda trasera izquierda que había soportado
la caída y no vi rotura alguna. Probé a arrancarlo y, Eureka, sonó redondo como
si nada. Había que sacarlo del terraplén. Los labriegos se prestaron a empujarlo
hasta subir a la carretera pero, temiendo que se volcara, decidimos bajarlo a
un camino junto al arroyo y buscar el sitio menos inclinado de la ladera para
ello. Hecha la operación, me dije: “Este va a subir por sus medios”; me
aventuré, me puse al volante y el Seat respondió. Subió como un cohete.
El susto había pasado. Llegaríamos a
la boda. Agradecimos a los segadores su ayuda y reiniciamos la ruta. Un tanto
receloso pregunté a mi acompañante si se atrevía a conducir, advirtiéndole que
el volante era para torcer y no debía agarrotarse como le pasó en la curva que
la enfiló por derecho. Hay conductores que se enajenan y olvidan que el volante
está para maniobrar el vehículo.
Atrás quedaron Aguadulce, Estepa, la
Roda, Antequera, y Granada donde hicimos otra parada, y yo pasé al puesto del
conductor para sortear las mil curvas del paso de la Sierra Nevada. Al pueblo
llegamos bien entrada la noche, previa promesa y recomendación de no decir nada
del suceso a nuestras familias.
Muchos tramos de la antigua carretera sirven
ahora de vía de acceso a los pueblos que han quedado separados de la autovía, o
como ruta turística para contemplar el paisaje como en el caso de la Sierra
Nevada en la zona de la Venta del Molinillo.
La carretera estaba asfaltada en las
provincias de Sevilla, Málaga y Granada, pero justo al llegar al límite de la
provincia de Almería, en la estación de El Hijate, el piso se convertía en
terrizo y pedregoso, un claro ejemplo del abandono de la provincia de Almería.
Hasta muchos años después no contamos
la aventura. Otro día seguiré.
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