miércoles, 14 de junio de 2017

Carta a Robledillo 14 de junio de 2017.


Estimado Robledillo:

Alguna vez te habré contado los viajes que hice de soltero desde Sevilla a nuestro pueblo allá por los años 60 del siglo pasado, cuando empecé a trabajar en la que hoy es la capital de Andalucía. Me refiero a los viajes por carretera que era lo más normal.

De Sevilla partía la N-334 de dos carriles tipo Redia, asfaltada, escasamente señalizada, con largas rectas en los tramos de El Arahal o Hernán Valle, o con curvas por Gor y Gorafe en la provincia de Granada, que obligaban a ir muy atentos al volante. En Antequera se convertía en la N-342, sería por razones “ministeriales”, hasta Puerto Lumbreras, ya en la provincia de Murcia, donde “moría” y enlazaba con la N-340 de Cádiz a Barcelona. Antes, al llegar a Baza, se tomaba la comarcal 323, con muchos kilómetros con piso de tierra, que corría, y corre, hermanada con el rio Almanzora hasta el pueblo.

No había limitación de velocidad ni mucho tráfico, y era obligado tocar la bocina en curvas y cambios de rasante. La carretera atravesaba los pueblos, el viaje podía durar seis a ocho horas con paradas en las ventas del camino para tomar un tentempié y paliar la fatiga de la conducción.

¡Cómo ha cambiado esta ruta en 25 años! La carretera de antaño es ahora una autovía hecha con fondos europeos bautizada como A-92 que compete a la Junta de Andalucía, antes era del Ministerio de Obras Publicas, y que en muchos tramos -no en todos- permite ir a altas velocidades con la seguridad de los modernos autos actuales.

Uno de mis primeros viajes fue en julio de 1966. Se casaban quienes luego serían mis cuñados y era la excusa para ir al pueblo y pasar unas horas con mi novia. Localicé a un paisano que trabajaba en Sevilla y acordamos alquilar un coche para llegar a tiempo de la boda. Salimos de Sevilla a las tres de la tarde del día anterior en un Seat 600. No te cuento el fuego que caía a plomo sobre el coche que, sin aire acondicionado y las ventanillas abiertas, era un infierno con ruedas. Menuda canícula soportamos bajo un sol ardiente que debía tener ansias de captura a los dos ingenuos viajeros por cómo se enconó con nosotros. Ni siquiera una mala sombra se apiadó.

En Osuna hicimos la primera parada para un café. Mi amigo se había sacado el carnet de conducir recientemente e insinuó que le apetecía conducir un rato. Dicho y hecho: puso manos al volante y tan pronto echó a andar me percaté de su condición de novato, que no siendo yo un experto conductor, ya llevaba unos cientos de kilómetros recorridos. A poco de salir de Osuna la carretera enfilaba una recta en ligera pendiente que favorecía la velocidad. Mi amigo, aferrado al volante, daba señal inequívoca de no dominar la conducción. Cerca de Aguadulce se presentó una curva a la derecha con dos quitamiedos de piedra colocados a los lados de la vía para impedir que los coches cayesen al pequeño arroyo que atravesaba bajo la carretera. Íbamos demasiado de prisa y el inexperto conductor perdió el control: ni frenó lo suficiente ni giró el volante; el Seat siguió a su aire, cayó por el terraplén, se paró frenado por unos matorrales y quedó inclinado hacia la izquierda. Para impedir que se volcara abrimos la puerta del lado izquierdo e hiciera de apoyo llegado el caso; el amigo se bajó y yo me quedé de contrapeso en el lado derecho. Hubo suerte, no chocamos con el quitamiedos y salimos ilesos salvo un pequeño golpe en la rodilla.

A unos doscientos metros faenaba en el campo una cuadrilla de hombres y mujeres segando el trigo bajo un sol de justicia que corrieron en nuestro auxilio. Se cubrían con sombreros de paja y ropas claras de los rigores del sol; llegaron asustados temiendo lo peor. Como los desplazamientos eran pocos, un accidente tenía gran importancia, no como ahora que ha pasado a ser una estadística. En un momento se esfumó el viaje, la boda, la novia, y, lo más preocupante, qué diríamos a la familia si no aparecíamos.

Empezamos a dominar la situación. Revisé el Seat, sobre todo el motor y la rueda trasera izquierda que había soportado la caída y no vi rotura alguna. Probé a arrancarlo y, Eureka, sonó redondo como si nada. Había que sacarlo del terraplén. Los labriegos se prestaron a empujarlo hasta subir a la carretera pero, temiendo que se volcara, decidimos bajarlo a un camino junto al arroyo y buscar el sitio menos inclinado de la ladera para ello. Hecha la operación, me dije: “Este va a subir por sus medios”; me aventuré, me puse al volante y el Seat respondió.  Subió como un cohete.

El susto había pasado. Llegaríamos a la boda. Agradecimos a los segadores su ayuda y reiniciamos la ruta. Un tanto receloso pregunté a mi acompañante si se atrevía a conducir, advirtiéndole que el volante era para torcer y no debía agarrotarse como le pasó en la curva que la enfiló por derecho. Hay conductores que se enajenan y olvidan que el volante está para maniobrar el vehículo.

Atrás quedaron Aguadulce, Estepa, la Roda, Antequera, y Granada donde hicimos otra parada, y yo pasé al puesto del conductor para sortear las mil curvas del paso de la Sierra Nevada. Al pueblo llegamos bien entrada la noche, previa promesa y recomendación de no decir nada del suceso a nuestras familias.

Muchos tramos de la antigua carretera sirven ahora de vía de acceso a los pueblos que han quedado separados de la autovía, o como ruta turística para contemplar el paisaje como en el caso de la Sierra Nevada en la zona de la Venta del Molinillo.

La carretera estaba asfaltada en las provincias de Sevilla, Málaga y Granada, pero justo al llegar al límite de la provincia de Almería, en la estación de El Hijate, el piso se convertía en terrizo y pedregoso, un claro ejemplo del abandono de la provincia de Almería.

Hasta muchos años después no contamos la aventura. Otro día seguiré.

miércoles, 26 de abril de 2017

Carta a Robledillo 26 de abril de 2017.

Estimado Robledillo:

Todavía tengo metidos en mis oídos el sonar de tambores y cornetas que han atronado las calles y las plazas de nuestro pueblo en la pasada Semana Santa y sigo “viendo” en mis retinas las imágenes sagradas de las procesiones que, con más  o menos acierto y fervor, han recorrido esas calles, contemplativas de un Misterio que revive cada año las últimas horas en nuestro mundo de un hombre que nació como Mesías y se decía Hijo de Dios. Pero no temas, no te voy a escribir de esto último por ser un tema que lo tenemos desbrozado a más no poder, solo te contaré mis pasos en esos días “santos”.

Mediada la semana dejé el alboroto de la ciudad que me cobija –así evitaba ir pisando los restos de cera de las procesiones-,  y me fui al pueblo del que habías huido vete tú a saber porqué. Sin compadre con quien platicar, me arrimé a los más allegados y puedo decirte, para que no tengas regomello, que no te eché de menos.
  
El Jueves Santo por la tarde fui al Triduo Pascual en la Parroquia: los Oficios ahora los llaman la Cena del Señor. El párroco empezó explicando que no conmemoraba un hecho concreto sino una historia de dos mil años; una historia centrada en la Eucaristía y en el Lavatorio de los pies, con una liturgia atractiva por su trascendencia y su vistosidad. El Lavatorio de los pies, que ahora se hace a hombres y mujeres, fue la gran lección de humildad de la tarde. Como dice el papa emérito Benedicto XVI: Cristo, «se despoja de su esplendor divino, se arrodilla ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies para hacernos dignos de participar en el banquete de Dios». Esto mismo hizo el cura con 7 hombres y 5 mujeres a quien lavó y besó los pies. Todo un ejemplo. Tras la comunión hizo la Reserva del Santísimo en el Sagrario del Monumento. El celebrante, los acólitos, el incienso, el canto, todo un acto de culto rodeado de un ceremonial sencillo y emotivo, que me hizo olvidar las horas. Eché de menos la mayor suntuosidad de los Monumentos de antaño, el de esta ocasión me pareció muy pobre.

También estuve el Viernes Santo en los oficios de la Muerte del Señor. Me tocó leer la Pasión de San Juan como hago desde hace 8 o 10 años, agilizando la lectura porque es larga y la gente mayor acaba sentándose. De este día te destaco la adoración a la Cruz que sostuve alzada el rato que los asistentes besaban los pies del Crucificado. La liturgia de este día es muy sobria; no se celebra la Eucaristía pero se comulga con las formas consagradas el día anterior. Fue cuando más me acordé de ti, pensado donde estarías y la espiritualidad que te estabas perdiendo.

De las procesiones esperaba algo más. Se sigue una rutina, la de los últimos años, que invita poco a sentirse en presencia del Señor y de la Virgen. En la “nuestra” noté un cierto quebranto de la solemnidad en lo que pude ver desde “mi sitio” en la presidencia detrás del Sepulcro. De este “paso” me tragué la falta de compostura de los anderos y anderas –algunos hablando por teléfono móvil- y la desconexión entre la música y el paso del Trono, pues cuando la banda tocaba el Trono se paraba y al revés. Si en otros sitios he visto cómo la música acompaña al caminar del trono formando un conjunto armónico, lo del pueblo da repelús por la descoordinación que hay entre el Mayordomo del Trono y el Director de la Banda, incapaces de acoplar música y movimiento. La música inspirada en los hechos de la Semana Santa aporta a la procesión una estética que despierta en el espectador el sentido de lo trascendente, lo religio­so, lo sagrado. Si además el ritmo musical se acomoda musical al paso del Trono la contemplación suscita una indecible devoción que no se puede echar en saco roto. Me temo que aquí eso se considere secundario.

Como digo me situaron en la presidencia con el Alcalde, nuevo para mí; la Señora Juez de Paz, una dama en todos sentidos, y me tocó al lado de la Concejal de Urbanismo, que supongo conoces. Mi trato con la señora Concejal fue cortés, con una limitada confianza al cabo de las tres horas de procesión que calificaría de correcta. Me pareció una persona tratable.

Te dejo ya que tengo visita de médico y no quiero llegar tarde. Seguiré otro día.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Carta a Robledillllo 8 de febrero de 2017

Estimado Robledillo:

Aunque ni a ti ni a mí nos mola –versión chic de “nos gusta”- hablar de política e islas adyacentes, sabrás lo del intento de la presidente del Congreso (lo de presidenta lo veo fatal) de que los Plenos empiecen a las tres de la tarde, y no a las cuatro, para acabar antes y procurar la conciliación de la vida familiar, otra de las frasecitas que dan dolor de estomago. Habrás visto que en el primero de los convocados a esa hora el pelotón de diputados ha sido exiguo porque como ha dicho uno, y aquí viene lo bueno, a las tres de la tarde estaba comiendo en casa y conciliándose con un puro. Sinceridad no le falta al gachó, como tampoco le sofoca su absentismo laboral, pero cobra por eso y así vamos.

Para que los currantes lleguen a casa a las seis de la tarde y disfruten juntos en familia: papá, mamá e hijos, se me ocurre que la ministra hable con el que manda en el Cortingles y le pida que abra a las 9 de la mañana y cierre a las 9 de la noche, y haga lo mismo con el de la tele, que ponga el telediario a las 8 de la noche y el programa chupi acabe a las once. No se necesitan ni plenos, ni comisiones del Congreso, solo un par de llamadas del móvil. De ese modo el comercio abriría como el Cortingles y con lo de la tele nos iríamos pronto a la cama sin dejar de ver la emisión favorita. ¡Ja, ja, ja!. Verás cómo para esa simpleza montan una comisión que se tira un año conciliando informes, estadísticas, ecologismos, cambios climáticos y demás barahúnda para acabar a ver lo que dicen las directrices del Consejo Europeo. Y por eso cobran. ¡Toma ya!
 
Ahora agárrate. Otro problemón. Me cuenta un amigo del país Valenciá que unos vecinos han denunciado a las campanas de la Iglesia de San Nicolás por contaminación acústica, y el alcalde ha ordenado a las campanas que no tañan en virtud del informe emitido por el Servicio de Calidad y Análisis Medioambiental, Contaminación Acústica y Playas, que ha  dictaminado (casi nada) que el ding-dong es contaminante. Ya mismo denuncian a párroco por contaminación visual por llevar sotana negra. Me quedo perplejo. En una región donde los cohetes, los petardos y las tracas son el pan nuestro de cada día, que con su estridente ruido destroza tímpanos y decibelios, esto es una coña marinera salvo que, tal como lo pienso, se trate de fastidiar a la Iglesia. Una cosa que se arregla hablando con el cura para que pare los toques a ciertas horas, pues no; hay que montar un informe urgiendo su “suspensión inmediata” porque el Servicio está para algo. Y por eso cobran. Añade el amigo que la iglesia es Monumento Histórico Artístico Nacional desde 1981, que si no mandan derribar el campanario. Los hay ceporros.

Te escribo mientras oigo el títere montado por unos mandamases catalanes citados por  un juzgado por desobedientes. Según el locutor, el 9 de noviembre de 2014 hicieron una consulta para independizar Cataluña del Estado Español (España cuenta poco), cosa que había prohibido el tribunal de no sé qué, que con el ruido del aspirador de mi mujer no he oído bien. Si no obedecieron entonces, digo que porqué han esperado más de dos años para ponerlos cara a la pared, que nuestras madres lo hacían con nosotros antes de que cantara el gallo de la vecina si nos pillaban haciendo travesuras. Ahora, dice el locutor, van saludando a sus partidarios y ya llevan media hora de retraso. ¿Les regañará el juez por llegar tarde a la cita como le pasó a un compañero que fue a un juzgado a declarar por cosas del tráfico, y el juez le puso cien pesetas de multa por llegar tarde? A este le dijo que por desacato, pero verás como a estos ni les rechista.   

Otro día te diré algo de eso de los “vientres de alquiler”, cuando me entere, que de las modernidades sé tanto como tú, más bien nada.   

Adiós y cuídate.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Carta a Robledillo 10 de diciembre de 2016.

Estimado Robledillo:

Aunque seas hombre de pocas letras,  pero sí de muchas luces, bien sabes que Navidad significa nacimiento y que así llamamos al del Niño Jesús que los cristianos celebramos el 25 de diciembre, aunque no es seguro que el parto de Belén se produjera en esa fecha.

Fuese cual fuese el día del alumbramiento que hace más de dos mil años se convirtió en cuna de nuestra civilización, hoy la postmodernidad le resta valor porque a las cosas de religión y del espíritu se las tiene por creencias anacrónicas en estos tiempos del relativismo y progresismo que nos venden y compramos enlatados sin fecha de caducidad.
 
Verás que hoy nadie liga la Navidad a un hecho que cambió la ética y la moral del mundo, el embrión del cristianismo; ahora se asocia la Navidad al culto individualista del buen comer y del buen regalar: al consumo desmesurado sin ton ni son. Antes se hablaba de estrellas en el cielo, del portal de Belén, de los Magos de Oriente, de villancicos,  de polvorones, de la cena familiar de Noche Buena, como símbolos del bienestar espiritual de la humanidad. La nueva era, la de la tecnología, se ha sacudido el meollo de la fiesta y se agarra a lo inane, a lo superficial. Es la era de ir de tiendas. La era de disfrutar del momento mágico con una señora estupenda que anuncia el aroma de una colonia; de la gula excesiva con salmón noruego y vino bodeguero de una cosecha de marca; de la glotonería a espuertas con bombones de variados gustos; del ambiente de fiesta a deshora hasta ver amanecer. Todo bajo el pálido ornato de unas risas de diseño que disimulan la vaciedad de las horas. ¿Y el espíritu?

Para los que creemos, el misterio de la Navidad no ha quedado para el baúl de la ropa usada envuelta en naftalina; para los que creemos será siempre el escaparate que hace siglos un tal Miqueas con oficio de profeta rural anunció que la justicia de Dios actuaría contra la maldad e injusticia con la llegada de un futuro rey mesiánico y señaló a Belén como punto de su nacimiento.
“Y tú, Belén, Efrata,
la más pequeña entre las familias de Judá,
de ti saldrá el que ha de reinar en Israel…”
(Miq. 5,1)
Belén estaba predestinada a ser cuna del Mesías. Belén es sinónimo de Natividad o Nacimiento de Jesús. Una fiesta cristiana que desde entonces viene siendo y será una fiesta íntima que se vive con la alegría que brota de poner a Dios en el centro de nuestra vida.
 
Antes del punto final de esta carta vaya mi deseo de que goces de la Navidad, no deslumbrado con luces de neón y florecillas de hoja caduca, sino con el colorido de la presencia de un Niño que llega cargado de ilusiones que no se marchitan.

 FELIZ NAVIDAD.

lunes, 23 de mayo de 2016

Carta a Robledillo 23 de mayo de 2016.

Estimado Robledillo:

Hay que ver cómo cunden los días cuando a uno le da la prisa, y no lo digo por mí que me sobran horas del día hasta para vaguear, sino por un amigo al que le entraron unos molestos dolores del cólon, o eso decían, y tan arrebatado se puso que cogió el portante y se mudó de barrio. Te lo digo en metáfora por condescendencia a tu estado anímico porque conociendo sus altibajos no te debo dar sofocos de sopetón. Dicho con más fineza: vamos, que le dieron la extremaunción, o como se diga ahora, y se marchó “pa más allá de los cielos” que, aunque no rondaba mucho por la iglesia, hombre de fe sí que era. 

Alguna vez te lo menté. Se llamaba Esteban, pero llamarlo así en el pueblo era usar su nombre en vano, como el de Dios nuestro Señor, pues atendía más por su mote. Vaya, que si a sus vecinos le decías su nombre de pila se encogían de hombros, pero si les decías “el Pintas”, enseguida caían del burro para acto seguido añadir de su cosecha que ¡ya!, el que estaba casado con la Antonia y era padre de Loli, la del Coviran. Si tu memoria no es flaca, con tantas pistas ya habrás caído de quien te hablo. El alias hacía honor al color símil rosáceo de su cara que semejaba un cuadro de arte naif, un brochazo por allí, otro brochazo por allá, como tirando a un arcoíris de tiznajos puestos al tuntún. Has de suponer que la coloración le venía de los bancales donde pasaba las horas de sol a sol mimando las tomateras, los pimientos y las patateras, amén de algunos árboles frutales cuyos apetitosos frutos le servían de ración y media de postre. Con una gorrilla disimulaba la calvicie y se resguardaba de la solanera.

Hice amistad con él en las fiestas del patrón del pueblo porque nos invitaba a su casa a comer la paella popular que el comité de festejos hace en honor del santo. El “Pintas” se dejaba caer con una ensalada de rodajas de un rico tomate recién cogido de su huerta hábilmente aderezado por Antonia con unas gotitas de aceite virgen extra y solo una pizca de sal, por la tensión, que sabía a gloria bendita. Entre el arroz, el  tomate de un kilo, que eso pesaba cada pieza, y una bota de vino chillón pasábamos el rato de amigable charla a la sombra del cortijo, donde él con su voz chillona nunca dejaba de pegar la hebra enlazando dichos e historias ocurrentes, más o menos verídicas, que contaba sin parar. Su interminable locuacidad nos vedaba entrar en la harina del coloquio, pero viendo como disfrutaba con su cháchara, mejor seguir la corriente, sin descuidar el plato de paella, el tomate y unos tragos de la bota.

Una de las veces salió el tema de las matanzas, que hacían allá por diciembre cuando los fríos arreciaban, que es la mejor medicina para curar los jamones colgados de un gancho del techo. Se puso a contar que en la matanza de aquel año, el marrano, como él decía, era de no sé cuantas arrobas, y entre cuatro les costó mucho subirlo a la mesa y amarrarlo. Les dio bastante quehacer hasta que el matarife hizo su faena y el pobre verraco dejó de gruñir. Para que no pareciera exageración lo que decía, cosa que él debió imaginar en los presentes, ni corto ni perezoso se levantó, se ausentó y apareció cargado con un jamón tan enorme, que al soltarlo sobre la mesa por poco la desvencija, pero así quedaba demostrado el relato de la matanza. Y él tan ufano.

En esto Antonia sacó para postre unas ciruelas de la huerta y cambió de conversación.

La última vez ya estaba “tocado” del cólon, pero se mantenía con el mismo desparpajo de siempre y tan locuaz, como si aquello no fuera con él. Pasó el invierno trabajando en la huerta que cuidaba con esmero y en las puertas de la primavera un arrechucho lo dejó fuera de juego. Antonia contó que lo pasó mal en sus últimos días.

Ha dejado la huerta, sus tomates y sus pimientos, pero al otro lado de la frontera seguro encontrará las verdes praderas que canta el Salmo 22

En las fiestas seguirá la paella, Antonia hará la ensalada, pero estaremos huérfanos de su parloteo de ocurrencias, de sus sucedidos más o menos creíbles, de sus muecas divertidas... y de la bota de vino chillón.  O sea, a palo seco.

Ahí te quedas compadre con el recuerdo de este buen amigo.

sábado, 9 de enero de 2016

Carta a Robledillo 9 de enero de 2016.

Estimado Robledillo:

Se fue el verano con sus aires y calores; luego nos dejó un otoño tórrido, vaya con Dios, sin gota de agua, y ha llegado el invierno con vientos fríos y desabridos alejando la lluvia que fecunda los campos y arrimando el ascua a las candelas. Que haya esperanza.

Hemos despedido la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes Magos, estos últimos convertidos en mayúscula patochada por la gracia y el salero (sic) que derrochan a espuertas los politiquillos de turno, maestros de la vulgaridad más hortera, por lo que se ve. (Son más rancios que el tocino que le ponía mi abuela al puchero en los años 40 del siglo XX).

Mi hoja de ruta –según el lenguaje al uso- apenas ha cambiado. Ni he traspasado una línea roja –sigo con la nueva sintaxis- ni uso el móvil en las comidas por ser plato de mala convivencia. Antes comíamos con un trozo de pan en la mano izquierda y la cuchara en la derecha; ahora te alimentas con el móvil y una buena ración de Wifi, sin hablar ni mu para no perder el hilo del whatsapp con el colega de turno y ayuda a la buena digestión. Los otros hacen lo mismo y, lo más, se despiden con un ¡Chao! sin alzar la vista del móvil.

Los domingos por la mañana compro el periódico y desayuno churros en el mismo sitio de hace años. Aparece Oscar vendiendo los cupones y me saca un par de euros y un poco de conversación de esto y aquello. Luego a Misa, donde me espera el compañero de banco, también de mi quinta más o menos; no sé cómo se llama, pero no falta el saludo al llegar o al despedirnos como si nos conociéramos de toda la vida.   

Los Reyes Magos de verdad, no los ridículos que han urdido ciertos políticos, me han traído libros, así que estoy subido de tono por mor de lecturas de gentes sabidas y, como “todo se pega menos la hermosura” que dice el refrán, voy a ver si se me envicia un poco el intelecto y aprendo ideas bien dichas, para solaz del espíritu.

Por el contrario, veía la otra noche una comedia sobre una boda a la americana. Más que boda era un enredo familiar con menos chicha que las lentejas del mesón, donde un marido bígamo casaba a un hijo adoptado con una moza de padres con aires de gran dispendio pero sin un centavo de dólar en el bolsillo. No faltaba ningún ingrediente de los nuevos tiempos: líos de alcoba, amor adulterado, fingimientos de ocasión, con novios de quita y pon. Eso sí, con ágape ecológico, ¡cómo no! que es religión de nuevo cuño.  

Porque habrás visto que lo ecológico ya está en todas las salsas: en los coches, en el ambiente, en la ropa, en las comidas, en las bebidas. Ya hay productos ecológicos con sitio reservado en los estantes del supermercado, rotulados en verde y oro, idolatrados para engullir sin quebrantos de conciencia, alejados de los tomates rojizos, de las galletas maría, de la cerveza común, de la leche natural, de los huevos de corral, no sea que los infecten con los mejunjes de sus abonos. Con la de cuencos de leche de cabra que nos bebíamos recién ordeñada o la de tortillas de huevos de nuestras cenas o la pipirrana de pimiento, tomate y pepino del bancal para sopar el pan, cuando éramos zangones, sin tanta etiqueta empalagosa y por aquí andamos, -achaque va, achaque viene-, con los mismos ardores de entonces que, ahora digo yo, también serán ecológicos.

Un día me topé con un cartel que anunciaba comida orgánica y ética. Mientras oteaba la lectura me dije si aquello no sería un manjar de órganos vírgenes y sin pecado, es decir comida sin atentar a la moral y a las buenas costumbres. Avivé el paso sin entender lo que leía y solo alcancé a pensar en una de tantas sandeces que nos cuelan los majaderos de turno para hacernos comulgar con ruedas de molino, éticas. Te habrás percatado de la cantidad de programas de cocina de los llamados máster chef, que diseñan –no dicen cocinan que es antiguo- platos con la más alta cursilería que vieron los siglos, compuestos con exiguas dosis de alcachofitas, merlucitas, jamoncitos, huevitos, pepinitos, todo en ito, donde es difícil encontrar donde rebañar la manduca, por lo enana que aparece.

Eso y la moda en el vestir es arte del buen progresista, que ha adoptado la camisa blanca como uniforme oficial. A donde quiera que vayas no veras ya una corbata y tampoco una chaqueta; lo que mola es ir en mangas de camisa con los faldones fuera, que será para taparse remiendos de la bragueta. A otros les ha dado por la camisa oscura permanente con pinta de no haber visto el detergente, que Dios sabe a qué olerá. Si a ese desaliño le añades una barba de dos días ya tienes el prototipo de personaje moderno y progre que campa por estos mundos.

Menos mal que tu estas curado de espanto y que en el pueblo todo tiene un tono más sencillo de lo que se ve por estos lares con tanto arabesco y tanta incuria.  

Para acabar en paz mejor no te miento la política que, por lo retorcida que está, te diré lo del refrán: Quien anda mal acaba.

martes, 1 de septiembre de 2015

Carta a Robledillo 1 de septiembre de 2015

Estimado Robledillo:

En mi retiro agosteño del altiplano granadino, madrugar, ver salir al correo –un ómnibus que recoge viajeros en los pueblos para la ciudad-, andar una hora a buen paso, arrearse un café con tostada y aceite y comprar el pan, es un rito bienhechor para estimular el cuerpo y rearmar el espíritu de cara al día que empieza a desperezarse.

Andando entre las rastrojeras, el olor a campo alfombrado por el rocío de la noche es cortesía de la madre naturaleza, que Dios nos da. La tierra exhala un agradable vaho a humedad. El camino cruza entre olivos de verde fruto, salpicado por alguna hierba que aroma el ambiente con perfume silvestre. A veces un reguero de cagarrutas revela el paso de un rebaño ovejuno que ha pasado la noche al raso. Me acompaña un grato silencio roto por el canturreo de una bandada de volátiles, no me preguntes orden ni especie, que cruza de norte a sur en perfecta formación. Van a su aire. Se alejan piando chácharas canoras; charlas de pájaros, pienso yo. Arriba del cerro se recorta la torre de la iglesia mientras el sol sienta sus reales en el horizonte.

Ya en el bar cae algo de charla con éste o con aquel; intercambio de sal y pimienta para echar el rato mientras se sorbe el café y la tostada, o el carajillo según costumbre. Luego sigue la espera del pan crujiente que reparte Andres al vecindario, con propina de dimes y diretes según convenga, que en eso es maestro. Una de las mañanas el reparto lo hizo Andres hijo, y me despidió con un “Adiós, buen hombre” que me sonó a gloria. ¡Qué gozo lo de “buen hombre”, que es dicho de subirse el pavo! No es extraño, porque lo común en este pueblo es saludar con “Buenos días nos de Dios”, “Vaya usted con Dios”, o “A la paz de Dios”. Nadie te despacha con un anodino “Hasta luego” o “Chao” o “Bye” y el muá muá de un beso sosaina por allá y otro por acullá. En la modernidad el nombre de Dios es vano. Hace unos veranos un chico de Barcelona de 10 años pasó unas semanas con su abuela, Yaya le llamaba. Al llegar la hora de ir a la cama, tras un rato a la fresca con los vecinos, la abuela avisaba al mozo para dormir y se despedía con un “Hasta mañana si Dios quiere”. Una noche el chico preguntó “Yaya, ¿qué es si Dios quiere?”. 

Es posible que algún sabiondo (¿?) erudito dijera del lugar que es la Andalucía profunda. Desde luego no es Marbella, ni Punta Umbría, ni Mojacar, por decir algo. Los lugareños aquí viven de sol a sol y faenan en el campo; unos cobran sus pensiones y otros otras regalías; es tierra de cereales, olivos, almendros y pronto campo de pistachos. En las fiestas patronales hay disfrute y diversión; son gentes agradecidas, se conforman con muy poco, tienen coches desvencijados, pero no les falta el televisor ni una buena lumbre en invierno o la sombra bienhechora en verano.

Aquí es donde paso varias semanas del verano, deseando que pare el tiempo, en la tranquilidad de un paraje ya familiar, platicando de lo que se tercie con Ramón, Damián, Cirilo, o con Dorotea, Lorenza, Emilia, que son nombres comunes, pues abundan más los conocidos por apodos que por su nombre de pila.

Por estos lares, cuando un pueblo no está de fiesta, está el vecino. Este tiene por patrón a San Roque que mora todo el año en una ermita cercana, salvo en las fiestas que se trae a la Iglesia Parroquial. Durante el festejo se rompe el sosiego habitual con el sonoro chimpúm de una música estridente, común ya en todas las ferias. Al llegar San Roque el pueblo se pone de gala: Se encalan paredes, se barren las calles, se riegan macetas, se adorna la plaza, se podan los arboles, se tiran cohetes, se luce peinado, se bebe, se come y se baila… Al santo patrón se le rinde una nueva idolatría, se pasea por el pueblo, convertido en ídolo de una gente que sube a la iglesia solo para acompañarlo, o… cuando hay un muerto, (que es cosa frecuente) y eso que el cura Don Salva es de los que atraen al personal.

San Roque es uno de los grandes santos populares que tiene devoción en todo el mundo. Hay muchísimas iglesias y capillas con una imagen de él por los favores que a lo largo de los siglos ha concedido en épocas de enfermedades y de peste.  Él mismo se contagió de peste y se marchó a un bosque próximo de la ciudad donde vivía y fue un perro el que le llevaba cada día un panecillo para alimentarse.

Para los asiduos al lugar, cuyo aliciente es el sosiego y la no prisa, las carreteras estrechas sin línea continua, de curvas cerradas y firme ondulante, son un fielato contra la afluencia de foráneos. Ya podían los gobernantes gastar unos cuartos en arreglarlas como Dios manda, aunque si son de la época franquista estarán incursas en lo de la Memoria Histórica del sagaz Zapatero, y entonces apaga y vámonos. Por la pinta yo creo que son anteriores.

Un día de estos tropecé con un hombre que no había visto antes. Nos dimos a conocer mentando nuestros ascendientes. Ahora vive en Tarragona y había venido para dos semanas. Empezó a hablar de cuando vivía aquí. De mozuelo tenía un tirachinas hecho con dos tiras de goma recortadas de una cámara vieja de coche, un trozo de cuero fuerte y un trozo de rama en forma de Y, con el que cazaba  gorriones o a veces caía un conejo sin dueño. Le era más fácil atinar que con una escopeta de perdigones. Ahora, dijo, los muchachos juegan a la guerra con artilugios como la Playtasion con enemigos imaginarios y feos, y no saben lo que es una liebre corriendo campo a través que no hay quien la alcance. Como no soltaba la hebra le apremié un poco y le dije que ya nos veríamos otro día para seguir, y ahí quedamos.

Pasó la fiesta de la Asunción de la Virgen, la que en nuestros años mozos era la Virgen de Agosto, que era día de ir a la playa. Por la mañana repicó la campana llamando a Misa y subieron los más devotos. Refrescó el tiempo y me dije que ya te contaría más cosas.

Cuídate, y deja algunos cuartos de la pensión para que te pagues algo.